La desaparición del padre y, sobre todo, poco tiempo más tarde, la de la madre produjo en ella algo identificable más que con ninguna otra cosa con un cataclismo. Huérfana. Ese calificativo que parece adecuado cuando se habla de un niño, chirría al aplicarse a un adulto. Y sin embargo era el que le correspondía. Se sentía como se supone que se siente un niño que pierde a sus padres a una edad en la que todavía los necesita: desamparada.