No es extraño que al escuchar la palabra anticuario frunzamos el ceño y nos llevemos la mano a la cartera. Nos vienen a la mente imágenes de establecimientos vetustos llenos de polvo, en los que los objetos se amontonan como las ruinas que ha dejado la Historia. Y el anticuario, testigo privilegiado de interiores -de las casas, pero también de las miserias humanas-, negociante astuto y custodio de fondos de procedencia desconocida, no deja de ser una figura oscura y un tanto enigmática.